Zaki Banna: Bienvenidos a Springfield

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Queda aquí, siempre lo dije; yo vivo en Springfield. Aquella serie animada, que usualmente veía cada noche -mientras otros desfilaban con jeanes de tiro alto, pantalones tipo pirata, cabellos rizados y chaquetas de cuero arruchadas; durante aquella época, en que el Nintendo americano era la llave de escape para ese mundo fantástico donde no cabía la internet; en ese ínterin en que todos teníamos al menos un par de medias “NBA”, y donde los zapatos Jordan eran más que una marca comercial-, queda aquí, no tengo dudas respecto a la ubicación político territorial de esa ciudad de hombrecitos amarillos y modales reducidos; lo aseguro, es aquí, pese que a lo largo de sus temporadas, jamás haya sido televisada mi vivienda, ni mis vecinos, ni mis paisajes, o las huellas independentistas de nuestros próceres; aunque no me he topado con casas de árbol y tampoco he logrado escuchar, mientras la ciudad duerme, la hermosa melodía de un saxofón sonar.

Springfield, la misma del viejito millonario que dirige una planta nuclear; la del calvo panzón que frecuenta con sus pares el bar de Moe; la del niño patinetero con la hermana brillante -cuya frustración se sustenta, en la no correspondencia de sus dotes con el entorno que la rodea-; la del político corrupto, el mafioso y el policía “bonchón”; el payaso pesetero, el inmigrante bodeguero y el director de escuela gozón.

Sí existe, yo he visto a sus ejemplares caminar; en realidad no lucen amarillos, y tampoco tan noventeros ya, pues se han ido modernizando; ahora visitan los lugares en boga, vistiendo cocodrilos en chemises, llevan jinetes a caballo en el pantalón, y usan manzanas mordidas para telefonear; modelan en pasarelas de cemento y asfalto, con postura erguida, cara levantada y ceja arqueada; lucen como deportistas de día, trabajadores de tarde y magnates de noche.

Hemos coincidido incluso en la cola para votar, y también cuando voy a marchar; llegan después de la hora pautada, usando lentes oscuros, y se toman “selfies» para impresionar; protestan con sonrisas, lloran de alegría, exclaman ¡es suficiente! y preguntan ¿hasta cuándo?; mientras siguen la farándula, llenan los estadios, congestionan los embarcaderos, y navegan en el alcohol; con whisky para la fiesta, champagne para el brindis y cerveza para el ratón.

Están allí, me rodean, los veo en donde sea; dicen “presente” a las actividades pre-graduación, en amaneceres llaneros y también en el homenaje de aquella banda de rock; en reencuentros salseros, en los festivales electrónicos y en fiestas de reggaetón. Van a la playa para presumir, están en actividades altruistas y en maratones pro recaudación; asisten a domingos de oración, y el resto de los días honran la perdición; se persignan antes de dormir, leen el horóscopo al despertar y consultan al adivino para descartar; decoran con feng shui, estudian cábala y practican yoga; corren el maratón, se visten de deportistas y se alimentan como culturistas. Están aquí, allá y más allá; son los mismos, los de siempre, lo que buscan resaltar; impulsados por la necesidad de estar en todo, y cerrar la puerta a la frustración de no poder ser como otros; considerando preferible complacer a los demás, a enfrentar los rumores y las quejas que acarrea el tener personalidad. Es así, como se multiplican en cantidades y a la vez se dividen para estar en todo lugar, del mismo modo que en aquella serie estelar, donde los mismos de la iglesia son los del funeral, se ven en el mismo circo y en la televisión; van al mismo doctor, asisten a las mismas fiestas, estudian en la misma escuela y todos bailan rock and roll.

Así son y han sido siempre, y con ellos comparto mi ciudad; lo que espero no compartir nunca -ni siquiera por equivocación-, es este mismo argumento pero con inversa orientación.

Zaki Banna / @ZakiBanna

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